Mirar. Este simple acto de posar nuestra mirada y ver es un gesto que implica una dejar tu huella en la orografía del paisaje y los cuerpos. Walter Benjamin habla de fisiologías del espacio urbano que despertaba a un nuevo marco de progreso gracias a los avances tecnológicos, la reestructuración del espacio urbano, y los nuevos usos de ese espacio por parte de la gente.
La figura del flâneur venía a ser el que capturase con su mirada esos movimientos atribulados de la gente que pasaba por las calles. Una figura que a principios del siglo XIX se le atribuyó cualidades productivas, ya que la mirada poseía verdaderas cualidades productivas. En fisiologías cada vez más imbricadas Benjamin escribe: “Cuanto más desasosegante se vuelve la gran ciudad, tanto más conocimiento de las gentes, según se pensaba, hacía falta para operar en ella” (2006: 127). La mirada se tornaba algo amenazante e inquietante.
El origen del flâneur hay que buscarlo en Paris y la Restauración borbónica (1814-1830), que es cuando la ciudad se expande y se recrea en espacios amplios, seguros, y benignos. El viandante podía pasear y encontrar su propio espacio en esa gran urbe de aceras adoquinadas, luces de gas, pasajes, o techos de vidrio.
Tanta asepsia visual sirvió de amenaza para una mirada que necesitaba nuevos estímulos. La decadencia de estos espacios es en gran parte a consecuencia de el auge de la industrialización que permitió que mucha gente inmigrante llegara a trabajar, y esto trajo consigo también la masificación urbanística y la insalubridad. La mirada del flâneur esta vez debía convivir con esta masa informe de gente, de calles laberínticas, de bulevares, de gente heterogénea que no se conocía entre sí, etc. Las actividades que el observador llevará a cabo durante su flânerie era tener buenos oídos para escuchar y contextualizar, y buena vista para observar y captar el instante fugaz. El callejeo sin destino fijo, y el azar serán los hilos que tejerán su incesante ir y venir por esta ciudad sin nombre.
Iain Chambers (1994: 95) alude a un nuevo choque cultural que da paso a un observador que es capaz de entablar un nuevo dialogo con esa ciudad que le invita a transitar su orografía sin mapas ni hojas de ruta establecidas. Repensar la ciudad, y sus voces que la habitan es tarea indispensable. Como señala Roland Barthes (2009: 264):
“La ciudad es una escritura; quien se desplaza por la ciudad, es decir, el
usuario de la ciudad (que somos todos) es una especie de lector que,
según sus obligaciones y sus desplazamientos, aísla fragmentos del
enunciado para actualizarlos secretamente.”
El flâneur buscará al “otro”, al ciudadano anónimo para darle la voz que se le fue arrebatada, y que a buen seguro podemos identificarnos. Rastreará por aquellos sonidos que, de repente, suenan y alertan de un peligro fuera del plano, o verá como un movimiento o un cruce de miradas servirá de detonante de una concatenación de situaciones imprevistas.
El retrato de fisiologías fantasmagóricas que buscar retratar esa alteridad que se halla en la orografía urbana, tiene en Edgar Allan Poe una de sus figuras más representativas. Baudelaire cita el cuento “El hombre de la multitud” en su obra El pintor de la vida moderna (1863) de esta forma tan elogiosa: “¿Recuerdan un cuadro (¡en verdad es un cuadro!) escrito por la pluma más poderosa de esta época, que tiene por título El hombre de la multitud?”, y que de alguna forma sentaría las bases de una reconceptualización de la modernidad.
Este relato de Poe es en cierta manera inusual en su forma de narrar. Personajes anónimos, espacios cerrados y saturados de gente en donde con pocos elementos se construye un sólido retablo de la ciudad nueva que emerge de entre las brumas, así como el predominio de la mirada y una sintética lectura del paisaje urbano.
El narrador -anónimo y convaleciente de una enfermedad- comienza el relato situándose al mismo nivel que el lector para compartir su angst existencial: “De igual modo existen algunos secretos que no se dejan descubrir” o “…la mayoría de las veces queda sin descubrir el fondo de los crímenes”. Un observador-narrador que mira tras unas vidrieras de un café en Londres el tránsito de una serie de espectros que sólo se diferencian por su atuendo, será examinado de manera jerárquica incluyendo a “carteristas”, “carteristas elegantes” etc, y otras agrupaciones dependiendo del estrato social como “pasteleros”, “obreros”, etc.
Es una mirada que, al caer la noche, dejó apartada la abstracción aséptica de una masa heterogénea de gente sin rostro alguno (“…aquel mar tumultuoso de cabezas humanas…”), para lanzarse a observar las peripecias de uno de los personajes observados. Durante la persecución, se nos narra el deambular de este personaje, y no parece revelarse ante el lector ninguna otra pista que nos ayude a entender el por qué de su búsqueda, el por qué de su estado anímico.
El relato es hipnótico, y en consonancia con la lluvia que impregna las escenas parece que sea una prosa imbuida por la geografía caótica de la ciudad. Palabras que resuenan como el tintineo de la lluvia. La indolencia o la antipatía son algunos de los adjetivos que definen las relaciones de las personas que habitan las grandes urbes, y se crean espacios de juego en el que estamos consignados en virtud de la palabra. Este espacio entre la mirada y el objeto admirado en el imbricado tapiz de relaciones hace que podamos interpretar múltiples datos, sino también que percibamos nuestro papel ante los demás.
El relato de Poe desajusta y pone en evidencia la mirada del observador, ya que al querer “ver” algo se va erigiendo una distancia que recorre curiosamente hasta perder su rol protagonista. Al acabar el relato uno no sabe quien es “el hombre de la multitud”, si el observador o el observado. Esta es la confusión entre las causas y efectos, y la perversidad de la ciudad a la hora de destruir paradigmas racionales. Volviendo a Baudelaire y a su anterior obra mencionada, escribe el poeta francés:
“Eso que los hombres llaman amor es bien pequeño, bien restringido y bien débil comparado a esta inefable orgía, a esta santa prostitución del alma que se da toda entera -poesía y caridad- a lo imprevisto que se le muestra, a lo desconocido que pasa…” (1991: 44).
Multitud y soledad son las caras de una misma moneda, y la soledad que salva el alma del no creyente solo es posible hallarse entre la multitud.
Bibliografía
Baudalaire, Charles (2004). El pintor de la vida moderna. Valencia: C.O.A.A.T.
Barthes, R. (2009). “Semiología y urbanismo”. En: La aventura semiológica.
Barcelona: Paidós.
Benjamin, Walter (2006). “El flâneur” (dentro de ‘El París del Segundo Imperio en Baudelaire)'”. En: Obras. Libro I / vol. 3. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (Vol.3). Madrid: Abada.
Chambers, Iain (1994). “Cities without maps”. En: Migrancy, culture, identity. Nueva York: Routledge.
Poe, Edgar Allan (1972). “El hombre de la multitud”.