En plena era de fast-food musical, sagas conceptuales como la inaugurada por Leyland Kirby hace veinte años bajo el alias “The Caretaker” desafían la pauta de consumo musical acelerado de hoy en día.
Fijado en una exploración hasta los confines de la salud mental, la serie de discos prendida por el desdoblamiento más reconocido de Leyland Kirby, en 1999, aduce a un estudio científico sobre la verbalización de los recuerdos en la psique humana, de tal manera que el oyente pasa a ser la cobaya de sus experimentos.
No puede ser de otra manera con títulos como “Selected Memories From The Haunted Ballroom” (1999), primer escalón de la saga, que provoca una dulce muerte neuronal. Una cámara de gas en slow motion en modo alzheimer, prolongado a lo largo de instantáneas que generan la idea de volver siempre al origen, con el rasgueo del paso del tiempo erosionado entre brumas de crackología en estado puro. Neblina sónica que evoca la cita escogida de Friedrich Nietzsche para describir la posología de dichos medicamentos: “la ventaja de un mal recuerdo es que uno disfruta varias veces de las mismas cosas buenas por primera vez”.
La búsqueda incesante de ese primer momento se difumina entre los recovecos de canciones en continua fase de degradación. Fotos en sepia que van perdiendo sus tonos primarios a través de la evocación de profundas distancias temporales desde su nacimiento.
Nostalgia y búsqueda cuajan en un vergel de sensaciones abonadas a la pérdida de la niñez, aunque también abren una puerta hacia la idea de pasados perdidos, en forma de recuerdos falsos, generados por la ausencia de un patrón lógico de selección mental entre lo real y lo soñado.
The Caretaker anhela las grietas de la memoria. Su propio alias, “The Caretaker”, se traduce como “el conserje”. Una especie de broma velada hacia la condición de Leyland Kirby en este proyecto, la cual se asemeja a la del responsable de un hotel habitado por espíritus perdidos del subconsciente.
Esta labor es el corpus christi del resto de álbumes que conforman una cadena conceptual armada en torno a la evocación de la BBC sci-fi, el retrofuturismo, y escenas donde los fantasmas de Ghost Box parecen haberse perdido por un agujero de gusano hacia las entrañas de la serie Zafiro y Acero.

En la misma portada de “Selected Memories From The Haunted Ballroom”, se puede visualizar a una Big Band de los años treinta. La instantánea da la impresión de haber sido rescatada a través de una sesión de espiritismo, quizá la forma más lógica de describir lo que piezas como “Haunting Me” suscitan: materializar sonidos que evocan imágenes de nuestro anhelo por escapar hacia existencias paralelas de nuestro pasado.
La pauta asociada a la degradación de la memoria, y a la reinvención de la misma, se va recrudeciendo a cada nuevo eslabón prendido. Álbumes como “A Starway To The Stars” (2001) y “We’ll All Go Riding On A Rainbow” (2003) enfatizan el letargo en la escucha.
En todo momento, las piezas que integran los discos están etiquetadas con títulos que describen el experimento fraguado para cada ocasión. Asimismo, son los que confieren la esencia narrativa y conceptual de las series. La primera pieza del segundo LP, “We cannot escape the past”, sintetiza el modus operandi de la música dispuesta por The Caretaker: una aguja que gravita sobre discos de piedra, extereorizando escenas del bar de El Resplandor.
La proyección visual de escenas como esta última refleja la necesidad de abstracción absoluta a la que nos empujan embrujos ambient como “I Saw Your Face In A Dream”.
El tejido sónico cosido por The Caretaker proviene de Big Bands espectrales y sonidos rescatados de la misma corteza de los sueños. Se trata de un universo donde los mundos gaseosos de Oval y Harold Budd se han cruzado en un mismo eje de rotación.
Los relieves del sonido reproducen la máxima de “Theoretically Pure Anterograde Amnesia” (2006), el cuarto álbum y, junto al colosal “Everywhere At The End Of Time” (2016), columna de Trajano de The Caretaker. Tal como reza en la descripción del mismo: “es el sonido auditivo de la ‘amnesia anterógrada teóricamente pura’. Una condición en la que es imposible recordar nuevos eventos”.
En estas setenta y dos diapositivas extraídas de la corteza cerebral, asistimos a un ritual donde Pole emerge sin dub bajo una solución ambient-industrial. Más que el roce del metal, respiramos arenilla de polvo plateado. Ya no hay rastro de Big Bands. Es como si J.G. Ballard se hubiera engullido al Dennis Potter de The Singing Detective. La belleza antártica de “Memory Eight” invoca la imagen de un Ben Frost perdido en un reprise temporal. Otras como “Memory Twelve” nos lleva al encuentro con el Klaus Schulze de “Cyborg” (1973), enjaulado en sus sinfonías robóticas.
El mismo efecto de la escucha de este trabajo induce a la desorientación. El fin es el emborronamiento del orden de las canciones, de poder recordarlas. El quilométrico objeto discográfico es el medio que materializa el concepto abrigado en el título. No en vano, tal como el propio Leyland Kirby reconocía en The Quietus a John Doran, en septiembre de 2016: “Mi idea final ha sido proporcionar demencia a todo el proyecto.
