Cuando nos referimos a Margery Allingham, lo estamos haciendo a una de las figuras más revolucionarias que ha tenido jamás la novela detectivesca. El porqué su nombre siempre ha estado a la sombra de Agatha Christie y su icónico Hercules Poirot es algo que se entiende en función de una razón principal: Allingham era alérgica a la papilla de las evasiones para el público masivo. O sea, a los arquetipos y las metodologías cerradas, en pos de un giro final imprevisible. Lo suyo respondía más a una necesidad primordial por retratar los diferentes rangos sociales del bipedus britanicus. Para ello, no hay más que entrar en el mundo de aristocracia, burgueses, linajes de alcurnia y gentes de pueblo mezclados en “El signo del miedo” (1933); seguramente, su novela más famosa y, para el que aquí firma, cumbre de la novela detectivesca de su era y de todas las que vinieron después. Y es que a lo largo de sus páginas, lo que Allingham propone es un fresco vital pleno de contrastes sociales, donde la presencia de “su” detective, Albert Campion, emerge como una variable disparatada de Sherlock Holmes. No en vano, la mitad de los diálogos con Campion responden a una voluntad por exponer, y ridiculizar, las costumbres de comportamiento y formas de sociabilidad británicas. En cierto modo, un hallazgo como Campion resulta de imaginar cómo funcionaría la creación más famosa de Arthur Conan Doyle en manos de P.G. Wodehouse. Dinamita para la caja torácica. Y sí, políticamente incorrecto.
Pero las habilidades que Allingham demostró a lo largo de su trayectoria, expuestas al máximo en “El signo del miedo”, también fluyen a través de un dominio innato de los códigos de acción. No hay más que adentrarse en las cuarenta últimas páginas de “El signo del miedo”, un prodigio de situaciones encadenadas plano tras plano, como si hubieran sido armadas con el dinamismo de un montaje del brillante cineasta francés Henri-Georges Clouzot.
De un ritmo trepidante, Allingham no esconde sorpresas en el desarrollo de sus tramas, pero prefiere utilizar los códigos de acción a través de escenas que, por medio de su ágil narrativa, se suceden como una fila de naipes perfectamente cuadrados dentro de una sinfonía final para la cual sólo nos queda hacer uso del Ventolín, en caso de ahogos derivados de una lectura compulsiva, como es el caso.
“El signo del miedo” es una de las novelas que Impedimenta ha editado, recientemente, por nuestros lares. Clásico imperecedero que ha tenido continuación con la publicación de la no menos recomendable, más tétrica y deliciosamente extravagante, “Más trabajo para el enterrador” (1949), donde Allingham nos sumerge en una pecera humana repleta de seres, a cada cual más excéntrico. Otra obra maestra donde enterradores obsesivos de sus labores y aristócratas imbuidos en su propio delirio abren las compuertas para una trama, sencillamente, inigualable, que la aúpa entre una de muestras más fascinantes, y particulares, que nos haya dado jamás la literatura de lupa y pipa.
Obseso crónico de la espeleología musical, autor de una treintena de ensayos musicales y miles de artículos, en TiuMag, El Salto o Rockdelux, entre otras publicaciones.
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