La ética del hiperconsumo a través de la obra de Ouka Leele y Joan Fontcuberta.
La imagen revelada ante Gilles Lipovetsky.
Fue Jean François Lyotard quien en 1979 acuña por primera vez el concepto de posmodernidad aplicado a las artes en su libro La condition postmoderne: los postulados estéticos de los postmodernos no es una diatriba en contra de lo moderno, no tiene como base la oposición hegeliana de contrarios, no se opone a ninguna afirmación que la contradiga, sino que su postura es eminentemente pacifista. Como bien dice Raúl Corral Quintero (1) “[…] Los posmodernos no “están” porque sus diferencias no se muestren ante el ojo estadístico de la modernidad, porque se disfrazan constantemente de la manera más variada a su interior. No sobresalen por estar en contra, solo son vistos cuando producen algo diferente para volver a desaparecer. La postmodernidad reconoce el aquí y ahora como múltiple e infinita posibilidad de existir, es inmanente porque privilegia la interioridad, pero sin dejar de ser transcendente”. Pasamos de una trascendencia buscada por la modernidad a través de una narratividad que se quiso inalterable, en la que se instauraron unos paradigmas de alta cultura, a nuevos ejes centrados en nuevas sensibilidades intrincadas en la era postindustrial. Me gusta la famosa definición de Bauman (2) en la que dice que “[…] Contempla la sociedad actual sumergida en un estado fluido. El paso de la modernidad a la postmodernidad se caracteriza por una profunda crisis que provoca fuertes zozobras institucionales y personales y la sensación de que la vida es un tiempo desperdiciado. El Estado era en el pasado una referencia, una sólida estructura, que ha sido sustituida por unas fuerzas globales que parecen surgidas de lado oscuro de la vida. Así pues, en la época global asistimos a una crisis de valores profunda, y a nivel artístico todo lo recubre una pátina de embellecimiento, de domesticación, de un arte efímero y benigno.
¿Qué queda de lo sublime en el arte postmoderno? Sobre esta confusa cuestión tiene muchas cosas a decir Thomas McEville, (3) y las relaciona con la antigua perfección kantiana de lo sublime cuando dice “Lo sublime posmoderno es una desactivación premonitoria de lo peligroso y excitante concepto moderno, una domesticación de éste, que comenzó con Kant y alcanza su clímax ahora. Kant y todos sus seguidores elevaron la experiencia de la belleza por encima de la de lo sublime, a partir de un sano deseo de no enamorarse de la muerte; o en cualquier caso, de no sufrir las consecuencias de tal amor. Parece así que nuestra sublimidad posmoderna es una medicina saludable cuando no un tóxico estimulante”. Me parece muy pertinente esta definición y que entronca con los artistas que a continuación se mencionarán mediante ejemplos, y que pueden ser filtrados por la estética y la filosofía del francés Gilles Lipovetsky.
En los tiempos actuales se abre un nuevo escenario paradójico: por una parte, los nuevos artistas están desacralizando el arte (el arte se crea a tiempo real y tiene sentido más allá del museo), ya que este no es el portador de un nuevo poder espiritual que está por encima de la sociedad, pero por otro lado las instituciones museísticas se han revelado como los nuevos portadores de una “estética” inalienable, en paraísos de la fetichización. Por decirlo en otras palabras, muerto el arte como elemento sacramental, la vida cotidiana se ha convertido en un marco estético de primer orden. Lipovetsky (4) lo describe así: “Al afirmar su autonomía, los artistas modernos se rebelan contra las convenciones, invierten sin cesar en nuevos objetos, se apropian de todos los elementos de la realidad con fines estéticos. Se impone así el derecho de estilizarlo todo, de transformarlo todo en obra de arte, ya se trate de lo mediocre, lo trivial, lo indigno, las máquinas, los collages resultado del azar, el espacio urbano: la era de la igualdad democrática ha hecho posible afirmar que todos los temas tienen la misma dignidad estética, ha hecho posible la libertad soberana de los artistas de calificar como arte todo lo que crean y exponen”. Ahora las vanguardias están plenamente integradas en el sistema capitalista, son aceptadas y esta dinámica inocula un agradable veneno que fluye dejando narcotizado al espectador; ya el arte, o gran parte de él (no empleemos términos absolutistas) no se rige por una lógica subversiva en oposición a contrarios, y por lo tanto la estilización (y estetización) de todo se hace de manera hiperbólica, y nada parece que escape a nuestras retinas cansadas de tanta imagen. La imagen, como dice Joan Fontcuberta (5) es una trampa, es una ficción que a través de mecanismos persuasivos nos intenta “camelar” en su sobreabundancia. La imagen se ha secularizado y por lo tanto la naturaleza de la imagen ha cambiado. Fontcuberta denomina esta era postmoderna como el estercolero de la imagen, y aboga por una ecología de esta, y a este respecto Lipovetsky postula una reacción ante esta hiperestetización diciendo que una postura posible sería resistirse a esta aceleración y “hay que oponer una estética de la tranquilidad” (6) ya que el individuo transestético no está asumiendo el ideal de “vida bella”.
En su obra A través del espejo, Fontcuberta muestra personas delante de un espejo construyendo su propia identidad (u otredad) y se plantea la pregunta ¿La fotografía es un reflejo de la realidad o una invención? En este juego de realidades, y de miradas ante la proyección de esa realidad, problemátiza cuestiones tales como de qué manera nos vemos reflejados, cómo afrontamos la propia representatividad, el exibicionismo, etc…

El selfie es una moda que puede interpretarse como la recuperación de la iniciativa de la apariencia, y esta apariencia registra un fuerte impulso individualista, o en palabras de Lipovetsky es una especie de “ola neo-dandy que consagra la extrema importancia de la imagen, que exhibe la desviación radical respecto a la media, y que juega a la provocación, el exceso y la excentricidad para desagradar, sorprender o impactar.” (7) Estamos, a mi parecer, ante un fenómeno que rompe con la apariencia como fenómeno consensuado y estandarizado, y que resulta un espejo deformante de esta era de individualización postmoderna filtrada por las plataformas digitales. Es el éxtasis de lo efímero, de apariencias impostadas que esculpe “el rostro teatralizado y estético del neonarcisismo alérgico a los imperativos estandarizados y a las reglas homogéneas” (8)
La estetización de todo lo que nos rodea es (re)inventar una Arcadia nueva y hecha a medida en tiempos en los que el individuo tiene que lidiar con dinámicas de comercialización de necesidades: los mass media ha creado una cartografía sentimental de la que es imposible no ser agente activo; el amor, la alegría, o la integridad, son valores que esconden una angustia creciente en la era del hiperconsumo y la ligereza ética. (9) Sobre estos ejes me gustaría que entrase en escena otra gran artista, la fotógrafa madrileña Ouka Leele, cuyo ojo fue testigo e inmortalizó todo aquel periodo que se llamó “La movida de Madrid” en los 80, un periodo sobradamente mitificado, y que a día de hoy sigue despertando curiosidades. Dice la fotógrafa algo muy interesante, y que sirve para seguir delimitando este mapa de lo efímero y de los claroscuros que se hallan en el reverso de la realidad. Preguntada por los motivos del porqué la llevaron a colorear sus fotos en blanco y negro responde que con la pigmentación se pierde la “experiencia subjetiva”, pero que lo hizo por necesidades: “Un tercer motivo es que yo necesitaba trabajar, necesito trabajar. Y lo hice incluso para Penthouse y Playboy. Allí me ofrecieron hacer fotos para portadas y páginas interiores. Lo mío no eran fotos típicas de esas revistas. Me pedían fotos en color y yo sólo hacía blanco y negro, así que empecé a pintarlas”. (10) Un interés monetario impulsó a Ouka a hacer este collage para conmemorar el quinto aniversario del programa televisivo de Mediaset “Sálvame”
