El final de una era.
Primero de Junio de 1973, me desesperaba viendo las paredes de mi habitación. El Hospital Stoke Mandeville era desoladoramente aburrido.
Nadie venía a verme, solo los minutos que, uno tras otro, se sentaban en mi cama unas horas. Los dos primeros días estuve tumbado sin poder moverme, apenas pudiendo leer, unas veces por el dolor y otras por la morfina.
La tercera madrugada escuché murmullo en el pasillo, pasos y ruedas oxidadas acercándose hacia mi habitación.
La puerta se abrió de par en par empujada por una cama con dos pies exageradamente escayolados como un mascarón de proa.
– A new colleague, B.R. – La enfermera pelirroja asomaba por detrás del nuevo invitado.- He is Robert, say him hello!
Un hombre de mi edad, aturdido y pálido. Su mano derecha abrigaba una frente despejada de pelo largo y sucio, la izquierda estaba cerrada con fuerza, erguida unos centímetros sobre la sábana azul que le tapaba el abdomen. Un enorme bulto: eso eran sus piernas. Junto a la cama caminaba una joven rubia con cara de dolor.
Sólo ella levantó la comisura de sus labios en señal de saludo. Robert estaba al límite de la inconsciencia y apestaba a cerveza negra. No conseguí respetar su intimidad y tras dos horas de cómodo silencio pregunté a Alfie, así se llamaba ella.
Una fiesta, alcohol, drogas y una ventana en un tercer piso: Las dos piernas rotas y la última vértebra destrozada. Estaban esperando diagnóstico pero no confiaban en que pudiera volver a andar.
